viernes, 18 de abril de 2008

Flor de lis


Durante varios meses me quedé estático. Apenas tenía las fuerzas para levantarme a tomar el desayuno. Miraba durante largas horas la pared, tratando de imaginar alguna solución para salir de mi estado de abatimiento general. No recuerdo bien si estaba en mi departamento, o por orden de mi médico, me habían internado en la clínica. Durante mi estancia en la clínica sólo recuerdo que me levantaba en bata y me dirigía a una sala. Ahí me tomaban la presión, me pesaban y me daban mi medicina. Por las tardes no salía nunca el sol. Pero conversaba largas horas tendido en el pasto con Romina. Era delgada, morena, tenía el pelo ondulado. No recuerdo más detalles de su rostro, pero sí sus largas uñas y su tatuaje en la muñeca izquierda. Me decía que el sol salía realmente, pero nadie podía verlo con claridad. Aduje, en un primer momento, que se refería a la carpa oscura que cubría todo el patio central. Romina se movía de una manera rara. Creo, si la memoria me acompaña, que tenía un problema en sus caderas, pero no sé si se debía a un problema congénito o a un accidente automovilístico. Ella me decía que todas las noches se moría en el sueño, pero que un antepasado le enterraba un aguijón en el cuello y la revivía. El antepasado era un fantasma con forma de escorpión. Tenía la impresión de que Romina había vivido tiempo atrás conmigo en el departamento y que habíamos sido compañeros de Facultad. Cuando anoto esto en mi diario y miro por las cortinas azules de mi habitación, tengo la leve sensación de que durante las noches salgo de mi departamento y me voy caminando hasta la clínica. Cruzo un parque mal iluminado, atravieso una verja metálica, me interno en un estrecho pasaje de casas antiguas y al llegar al enorme portón herrumbrado, golpeo tres veces y luego se abre. El tatuaje de Romina era la flor de lis, antiguo símbolo utilizado por la monarquía. Pero ella me dijo que esa flor se la había tatuado un escultor, que según ella se alimentaba del miedo. Pateaba yo los portones de la clínica, y tras escuchar el ladrido de los perros, un potente foco me iluminaba. Ahí me sentaba, y en posición de meditación, esperaba a que me abrieran. A veces soñaba que le refería estas cosas a Pablo Rumel, y que él, de manera diligente, tiraba nota de todo lo que le decía. No sé si Rumel y Romina existen. Quizás son la misma persona que me dictan pasajes de una vida posible, más real y potente que la mía.

3 comentarios:

Maori Pérez dijo...

¿Se trata de las alucinaciones del enfermo o del médico (alucinado) que alucina al enfermo?

Es la falta de respeto lo que te vuelve paranoico, el respeto es confianza y esa confianza se da sólo cuando es justa, cuando es pura. Y es la falta de moral lo que te vuelve despreciable ante lo ojos de esa justicia y pureza, sin maldiciones por haber pisado una barata, contento simplemente de haberla visto antes y de saberte digno de ella, pues, por su precio.

Cabro Gamarra dijo...

Rumel, recuerda una vieja fotografía Brunner donde sale el rostro sonriente de Sandía con un arma y una chica,pues le agradecería si me la facilita trabajo en un nuevo proyecto y me caería de perillas.
Saludos.

Pablo Rumel Espinoza dijo...

Pues claro, muy bien almacenada está esa foto. Ya la tendrá pronto en su mail