sábado, 29 de marzo de 2008

La costumbre.

Digamos que tú te llamas G. y vives en Lastarria, o al menos así se lo imagina el autor. Bares plazaitalianos y reuniones en departamentos, casi todo es copete, deseo socialmente acostumbrado y una que otra proposición e integración laboral diaria. Digamos que poco a poco vas entrando en la temible mediana edad, y que sin embargo no manifiestas temor alguno. Digamos también que eres atractiva, o que eres considerada atractiva por muchos, que es lo mismo pero es distinto. Porque si fueras atractiva, pero no fueras considerada atractiva, te serviría menos en términos sexuales que lo opuesto. Y que además eres poeta. Ahora bien. Continuemos esto con que yo me llamo P. y vivo en Puente Alto. Yo, por el contrario, no soy ni atractivo ni soy considerado atractivo, pero sí tengo cancha (N. del A.: esto es aplicable a todos los poetas de Chile menos a Felipe Becerra, enemigo de todos los poetas de Chile). Digamos que durante nuestra relación de conocimiento y tal vez desconocimiento mutuo, hemos tenido nuestros alcances sexuales y uno que otro acercamiento bien recibido en términos románticos. Miremos por un momento nuestra relación en términos de categorías metafísicas: Yo soy un buscador y tú una buscada; yo soy un buen buscador y a veces te he encontrado. Imaginemos ahora que al final de ese camino estamos en un McDonalds. Por qué en un McDonalds, te preguntarás mientras lees esto e imaginas las razones de que estemos así: tú leyendo esto y yo siendo en esto, ambos siendo en ese mundo que he creado, pero, por azar, habitándolo de momento en un McDonalds que podría no venir al caso. Sin embargo, unos meses antes me has avisado de tu fascinación por los payasos asesinos y yo me he sentido en el deber de lo temático (N. del A.: de ocurrir el aviso, Rumel recibió cinco segundos más tarde la orden de sacar la basura por parte de su madre). Así que ahí estamos y todavía no llegan los cafés con sacarina. No sabes por qué conversar conmigo se ha transformado tan rápidamente en una costumbre (costumbre en el sentido de asiduidad, no así de resignación) y me preguntas: ¿Por qué me estoy acostumbrando a ti? Trato de esconder la gallina degollada que de pronto asoma de la mochila y te digo: Qué saludable que así sea. La conversación conduce entonces a que hablemos de sexo, quizás porque ya hemos agotado otros temas, o porque yo mismo he avanzado hacia el tema sin que lo notaras, aunque siempre asegurando que te sientas cómoda, porque en el fondo me importas. Me dices que las apariencias no son importantes. Yo te digo que no al principio. Luego, por alguna razón que ya he olvidado, estás fingiendo un orgasmo, como en cuando Harry conoció a Sally, un ejercicio que acostumbro hacer con las mujeres que me interesan, a modo de broma o a modo de prueba, y porque has pasado la prueba busco entre el montón de papas fritas y me meto una en la boca, intentando disimular la excitación. Sin embargo, nadie comenta la necesidad de comer lo mismo que tú, porque obviamente se come lo mismo en todo el local, en todos los locales. Así que una cosa conduce a la otra y más pronto que tarde nos hallamos sobre la cama de un motel ubicado unas calles y desviaciones más allá del McDonalds en Alameda, y tú no te sorprendes por las guirnaldas que encontraste debajo de la almohada, y yo no me fijo mucho en si hay o no cámaras en el cuarto de hotel. Pero, para cuando podríamos empezar la relación sexual, nos damos cuenta de que en realidad estaríamos mejor conversando, y eso es lo que hacemos. Tú me cuentas tus secretos, yo te cuento los míos, que son muchos. Y una vez que tomamos el taxi, que pagamos mitad y mitad, y tú te bajas antes que yo y te despides con un beso al aire ambiguo (N. del A.: que significa que quizás Gabriela tenía esperanzas de algo más y estas se derrumbaron irremediablemente), lo que me voy pensando es en mi primer beso, hace muchos años, y en lo que sentí en ese instante de inesperada brutalidad. Al darme cuenta que ya estoy en la esquina de mi casa, no hago verdadero alarde de elegancia frente al taxista. Me tiro en la cama, miro al techo, y pienso si la vida realmente será esto que vivo a diario, que cotejo a diario, y que experimento con mayor o menos intensidad. Me he quedado dormido, sueño, y tú estás pensando en nada, sentada en el balcón de tu departamento en Lastarria, mientras las luces de pocos autos atraviesan la ciudad de Santiago.

7 comentarios:

Pablo Rumel Espinoza dijo...

Una marejada de chinos no me permitió mi viaje con G. Entonces nos fuimos en dirección a San Diego, e imaginamos que justo un viejo librero nos atiende tomando mate. Le regalo la Poesía Completa de Alejandra Pizarnik, pero luego, mientras nos tomamos un helado en una plaza, pienso que más ad-hoc habría sido el Bushido; o mejor aún: el Sun Tzu. Un caballero chilote de bigote chuzo pasa a nuestro lado, y te pido con el pensamiento que me bailes ahí mismo, y yo, con el único bien material que poseo (mi memoria)recito un poema sobre el alhambra. Más tarde, el señor M entra de nuevo a la nave y prefigura un relato con un final incierto. O mejor dicho, más cierto que la rutina y la sequedad del asfalto.

Alex dijo...

¿hay alguien de vuelta?

Maori Pérez dijo...

Cristopher Nolan, con la segunda parte de Batman. Pensábamos que lo sabías.

Alex dijo...

no, hace una semana que no salgo de la cama. No tengo contacto con el mundo exterior. Estoy protestando

Maori Pérez dijo...

Eso también es mi corazón. Esperemos que llegue a manos revolucionarias. Un abrazo, alex.

Alex dijo...

Saludos viejo, deberiamos juntarnos a tomar una cerveza. Aunque pienses que ando estancado, jaja
No sé que te parece que le digamos a rumel también.
si es que todavía andas por estos barrios.

Pablo Rumel Espinoza dijo...

Yo los acompaño con una vital