viernes, 28 de marzo de 2008






Aconteció en un lugar poblado de sombras. Las máscaras, con toda su fatalidad escrita en sus bordes, me decían que era la hora de lanzar dados llenos de fuego. Las cartas volaban y ninguna página contenía mi nombre. Me despaché, de manera furiosa, todas las pérfidas que bailaban tontamente a mi alrededor, como llamando la atención o para que al menos les lanzara una palabra de mi nombre. La sombra, la sombra, vete de acá, repetía el anciano que bajaba del monte; y yo, con cara de aprendiz, fui siguiéndolo e imitando sus pasos. Al quinto día volví al lugar poblado de sombras, y las máscaras rientes me reprocharon en la cara mi falta de delicadeza; ¡no es justo! y de una patada fracturé todas sus grietas y las caretas desaparecieron. Yo quiero ver caras, dije en silencio, mientras frotaba mis puños contra un roble, para endurecerlos más aún y lograr que mi cabeza y mi corazón fueran de acero. Entonces el anciano, que me arropaba en silencio durante el tiempo en que mi cabeza comenzó a delirar y a emitir aullidos, me pidió que me aquietara, que me transformase en mar, navegando en un espumeante agua de olvido.
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Aconteció que desperté con una rosa azul en mi mano.

1 comentario:

Alex dijo...

Los viejos que te guian, los cuerpos entrenados y masacrados para llevar los corazones al límite. El sudor, el cansancio, la busqueda eterna la cual nunca terminaremos.